Nuestro Todopoderoso Creador del Universo pudiera, si lo quisiera, con
solo mover un dedo, provocar los hechos más portentosos e inimaginables;
incluso haber eliminado al Diablo antes de volverse malo y pervertir a la
Humanidad.
Pero la cuestión era y sigue
siendo poder confirmar si los seres humanos por propia iniciativa adoran y
sirven con gratitud a su Hacedor, o por el contrario y como lo afirma el
Adversario, éstos solo buscan a Dios para satisfacer sus propios intereses
egoístas, siendo inclusive capaz de blasfemar su santo nombre cuando las cosas
no le salen como ellos quieren.
Por eso, para tomar la decisión de vivir
bajo el régimen de la Divina Providencia se requiere sencillez y buena voluntad,
porque no siempre las cosas son cuando las deseamos o como las queremos.
Lo que sí podemos estar seguros
es que así como nuestro Dios permitió la caída del ser humano en pecado,
también le proveyó de un magistral plan de salvación; y el establecimiento de
su pleno gobierno sobre toda la tierra es el aspecto más relevante y el
objetivo final de dicho plan (Sal. 2.6-9; Ap. 11.15).
Pero el Reino de Dios (expresión
que incluye no solo al rey y sus súbditos, sino a todos los elementos, áreas o
dimensiones que comprende), no es algo puramente material y terminado como un
objeto que pudiera caer desde lo alto. Y porque no es estático como una cosa,
sino dinámico como un organismo viviente, tal como un árbol (Lc.13.18-19),
nosotros, que nos reconocimos pecadores y alejados de Dios, y que aceptamos
recibir de Jesucristo su perdón, su señorío, y su Reino, debemos colaborar con
Dios ayudando en la construcción de este esperanzador Reino (1-Co 3.9; Col
4.11), tanto para lograr la integración de sus participantes, como para
enaltecer su grandeza y sus valores.
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