A pesar de que el
dinero es “la raíz de todos los males” (1-Ti.6.10), en sí mismo no es ni bueno
ni malo, depende del uso que se le dé. El no adquirirlo por negligencia para
suplir las necesidades básicas es considerado como un contrasentido o negación de la fe (1-Ti.5.8)
Al tratarse de una
congregación cristiana, los beneficios del dinero recaudado han de ser para todos, en ejercicio del
principio de igualdad claramente establecido en 2-Co.8.13-15).
Como para el Supremo
Creador lo esencial es la salvación de los seres humanos (Jn.3.16), entonces se
han de atender prioritariamente a sus necesidades más importantes. No nos
olvidemos de la ayuda mutua; por lo
tanto en el aspecto financiero debemos tanto dar como recibir (He.13.16).
Es aquí cuando podríamos,
en el caso de adoptarse de común acuerdo,
pensar en el diezmo como factor económico, el cual puede conducir a la
igualdad y prosperidad de todos los miembros de una congregación.
Pero como la corrupción en
el manejo de los dineros públicos es uno de los grandes males que padece la
Humanidad se ha de ser, como defensores de la justicia del reino de Dios,
celosos en extremo para evitar que las maldiciones del mundo contaminen a la Iglesia.
Lo primero en establecer
sería la no remuneración formal a los líderes (administradores de la gracia de
Dios, 1-P.4.10). Recordemos que el apóstol Pablo nos dio un buen ejemplo
renunciando a su derecho a ser mantenido, no remunerado, y por ello trabajaba
para suplir sus propios gastos (1-Co.4.12). No obstante se gozaba en servir a
Dios gratuitamente (1-Co.9.18).
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