Antes de llegar al templo un
desconocido me grito: ¡Manos arriba! Y me despojó de una parte de mi dinero, ya
que la otra parte por precaución la había guardado en otro lugar.
Arrimé al templo, y mientras el
predicador hablaba yo estaba aun asustado y absorto recordando el incidente. Me
sobresalté cuando escuché: “Levanten las manos”. Las levanté pensando que el
ladrón había regresado.
Pero no. Era el predicador que
pedía que alzaran las manos para orar por los diezmos y ofrendas. Lo curioso
del caso es que cuando salí del templo ya no tenía la otra parte del dinero que
había escondido. Lo que el asaltante me quitó por la fuerza de las armas, éste
último me quitó el resto por la fuerza de la sugestión, pues lo entregué
irresponsablemente sin siquiera estar seguro de cómo o para qué lo utilizarían.
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