Para consolidar su gobierno sobre toda la
Tierra Jesucristo ya hizo lo que tenía que hacer (Jn.17.4), ofrecer su vida en
martirio para que los creyentes pudieran por la fe solicitar al Padre Celestial
el perdón de sus faltas. En este sentido el Mesías se presenta como “la
puerta”, que dentro del nivel práctico se enmarca en el bautismo. Pasar esa
puerta y comprometerse con el plan divino para la salvación de la Humanidad, es
lo que mejor se conoce como “conversión”, lo que se traduce para las “ovejas”
en “hallar pastos” y “tiempos de refrigerio” (Jn.10.9; Hch.3.19).
A través de nuestro arrepentimiento el Padre Celestial efectúa el acto por
medio del cual decide si nos perdona o no de nuestra culpabilidad en los méritos
de su Hijo, su Cordero. Pero la conversión es
un proceso que depende de nuestra buena voluntad permitir al Espíritu Santo
hacer Su obra en y a través de nosotros.
“Cristo,
habiendo ofrecido una vez para siempre un solo sacrificio por los pecados, se
ha sentado a la diestra de Dios, de
ahí en adelante esperando hasta que sus enemigos sean puestos por estrado de
sus pies” (He.10.12-13). Este rey, como “hombre noble”, recibió la titulación
legítima de su gobierno y se fue no sin antes dar a sus siervos las
herramientas necesarias para desarrollar su proyecto que será todo un éxito no
obstante la oposición de sus enemigos.
Los enemigos del rey Jesucristo no están por
fuera de la Iglesia sino dentro de ella,
y son todos aquellos que no quieren que el “nuevo régimen del Espíritu”
(Ro.7.6) sea consolidado en medio de la comunidad eclesial como la nación santa
que él designa para que anuncie sus virtudes (1-P.2.9). Ya no como algo
simplemente subjetivo o de mera fe, sino
como real en medio del diario vivir de su propio pueblo. “porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él
Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2-C0.1.20).
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