La predicación del reino de Dios es casi
imperceptible porque ello implica una visión realista y no individualista y
mucho menos utópica del plan divino de salvación. Hoy en día, cuando más, las
“ovejas” llegan a la puerta del redil, la cual es el arrepentimiento y el
consecuente perdón de pecados que brinda el Padre Eterno en los méritos del
sacrificio de su Hijo. Por eso el mismo Salvador manifiesta: “Yo soy la puerta.
El que por mí entrare hallará pastos” (Jn10.9).
Pero una vez entrado el
creyente por dicha puerta y haber recibido la gracia del perdón, toca a éste iniciar, en lo que se conoce como
“conversión”, un proceso de crecimiento
personal, a la vez que se integra al
desarrollo de su familia de la fe, el pueblo de Dios, también llamado “santa
nación” (1-P.2.9).
La fórmula es:
“Arrepentíos y convertíos” (Hch.3.19), lo que significa que aquellos que fueron
llamados a participar de la naturaleza divina (2-P.1.4), ahora como “siervos”
deben trabajar para el “hombre noble” (el rey Jesús), quien habiendo recibido
la titulación de su reino les proveyó de dones y talentos para desarrollar su
proyecto de gobierno (Lc. 19.11-27), implementando todo “lo que contribuye a la
paz y a la mutua edificación” (Ro.14.19).
“Pero Cristo, habiendo ofrecido una vez para
siempre un solo sacrificio por los pecados, se ha sentado a la diestra de Dios, de ahí en adelante esperando hasta que
sus enemigos sean puestos por estrado de sus pies” (He.10.12-13), siendo sus
enemigos todos aquellos que no quieren implementar sus principios de gobierno (Lc.9.27).
El Mesías ejecutó la misión que le fue dada.
Ahora nos toca a nosotros hacer nuestra parte, “porque todas las promesas de
Dios son en él Sí, y en él Amén, POR
MEDIO DE NOSOTROS, para la gloria de Dios.” (2-Co.1.20
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