Cuando escuchamos la expresión “Reino de Dios”
lo primero que pensamos es en la vida después de la muerte, bajo el perfecto y
futuro gobierno del amoroso Creador, en donde no habrá tiempo si no para el
ocio y la contemplación, libres de toda necesidad, obligación y sufrimiento.
Tal vez llegue a ser así, o algo parecido. Pero lo cierto es que la Biblia
enseña que Dios desde un principio ha querido ejercer soberanía sobre un pueblo
propio.
Inicialmente
él escogió la nación de Israel para dicho propósito: “ Ahora, pues, si dieres
oído a mi voz, y guardareis mi pacto, vosotros seréis mi especial tesoro sobre
todos los pueblos; porque mía es toda la Tierra. Y vosotros me seréis un reino
de sacerdotes, y gente santa. Estas son las palabras que dirás a los hijos de
Israel” (Ex. 19.5-6). El Israel terrenal tenía, pues, el exclusivo privilegio
de ser el pueblo de Dios, apartado de la corrupción y paganismo de las demás
naciones del mundo. Pero con el tiempo demostró no ser digno de tan grande
dignidad. Por muchos años este pueblo vivió bajo la soberanía del Eterno, y en
consecuencia conservó su unidad nacional e independencia como Estado. Sin
embargo el alejarse de Dios les acarreó una gran división de su reino, además
de ser sometidos vez tras vez a potencias paganas extranjeras. Desde el exilio
clamaron a Dios por liberación, y éste prometió a través de sus profetas,
enviarles un rey libertador que les devolviera la independencia nacional con su
plena libertad de culto al Dios verdadero.
Estos
“convidados a la gran cena” (Lc. 14. 15-24) rechazaron a su prometido Salvador
(Jn. 1.11-13). Ellos esperaban a un gran líder político-militar (Jn 6.14-15);
pero en vez de ello se encontraron al humilde hijo de un carpintero criado en
un pueblo de mala reputación (Lc. 4.16; Jn. 1.46), hablando de amar a los
enemigos (Mt 5.43-48), y diciendo que su reino no era de este mundo (Jn 18.36).
No lo comprendieron ni lo aceptaron. Pero este desdeño por parte de muchos
judíos también hacía parte del gran programa divino de redención; y el Ungido
del Señor, con su martirio, se constituyó en cabeza legítima de este nuevo
gobierno, ya no terrenal y geográfico, sino espiritual e ilimitado. Por eso
Jesús dijo a los judíos: “ El reino de Dios será quitado de vosotros, y será
dado a gente que produzca los frutos de él” (Mt.21.33-43 y Ro 2.28-29).
Mas
adelante el Mesías dijo a sus seguidores: “No temáis, manada pequeña, porque a
vuestro Padre le ha placido daros el reino” (Lc. 12.32).
Ante
la incredulidad de quienes lo escuchaban, Jesús les declaró: “ si yo por el
Espíritu de Dios echo fuera los demonios, ciertamente ha llegado a vosotros el
reino de Dios” (Mt. 12.28).
“
Preguntado por los fariseos, cuándo había de venir el reino de Dios, les
respondió y dijo: El reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: Helo
aquí, o helo allí; porque he aquí el reino de Dios está entre vosotros” (Lc
17.20-21). El apóstol Pablo comprendió, aceptó y compartió con alegría esta
verdad: “... con gozo dando gracias al Padre que nos hizo aptos para participar
de la herencia de los santos en luz; el cual nos ha librado de la potestad de
las tinieblas y trasladado al reino de su amado Hijo”(Col.1.12-13).Estaba feliz
de participar en el Reino de Dios, y por ello trabajaba para su desarrollo.
(Col.4.11) “La ley y los profetas eran hasta Juan; desde entonces el reino de
Dios es anunciado, y todos se esfuerzan por entrar en él.” (Lc 16.16)
Pueden participar de este reino todos aquellos que, no con la soberbia de la autosuficiencia, sino con la humildad característica de los niños (Lc 18.17), aceptan que solo a nuestro bendito Salvador pertenece “el reino, y el poder y la gloria” (Mt 6.13).
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