En una verdadera familia (y la iglesia, general o local es “la familia
de la fe” –Gá.6.10-) existe celo por el bienestar común. Las amonestaciones y
la solidaridad son características principales. La Palabra de Dios nos insta a
llamar al orden a los ociosos que no andan conforme a la fe (Ro.15.14;
1-Ts.5.14). Hay un orden en el proceso de reivindicación (Mt.18.15-17).
Mientras dura tal proceso al sindicado se le prodigará cordiales saludos pero
nunca socialización o camaradería (2-Ts.3.14-15; 1-Co.5.9-11).
¿Se experimenta esto en los actuales centros
teo-terapéuticos, mal llamados “congregaciones cristianas”? La respuesta es NO.
Y la razón es precisamente porque son centros de explotación del sentimiento
religioso, en donde las ganancias efectivas solo son para los inversionistas
del negocio.
La mercancía consiste en “agua bendita”,
“aceite sagrado”, “diezmos”, “siembras milagrosas”, “primicias”, “pactos”, etc.
Los clientes son todos aquellos convencidos de que la gracia divina se puede
comprar con dinero (Hch.8.18-20). Son los mismos que compran aceite al igual
que las vírgenes insensatas de la parábola.
Ninguno de ellos amonesta a sus compañeros, porque no sienten la
obligación espiritual ni la autoridad moral para hacerlo. Prefieren no meterse
en vidas ajenas para que los demás no se inmiscuyan en las suyas, y de paso tener
la “libertad” de hacer lo que les plazca; después de todo, se justifican en la
falsa idea de que la salvación es individual como, en parte, erróneamente creen.
En otra nota explico cómo el arrepentimiento de nuestra pasada y vana
manera de vivir es (puede ser) perdonada en los méritos del sacrificio del
“Cordero de Dios”. Esto es un acto de carácter personal, individual. Pero la
responsabilidad de nuestra “conversión” no se puede concebir sin involucrar a
la comunidad de fieles, pues está claro que tendremos que responder no solo por
el mal que hagamos sino también por el bien que dejemos de hacer a nuestros
hermanos “maltratados”, o “más pequeños”.(He.13.3; Mt.25.40,45)
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