¿Cómo puedo yo decir que estoy ungido con el Espíritu Santo si vivo en una indiferencia pasmosa ante los sufrimientos de los que también invocan el nombre del Señor? El asesino Caín decía: “¿Acaso soy yo guarda de mi hermano?” Hoy en día los seguidores del pensamiento de este homicida confiesan de manera análoga: “La salvación es individual. Que cada cual se defienda como mejor pueda.” Pero yo digo:
Aunque nuestra responsabilidad ante Dios sì es individual, nuestro Señor vino fue para redimir a un pueblo propio, celoso de buenas obras, una nación apartada del pecado. Bien salemos que tan culpable es el que mata como el que deja matar, si puede evitarlo. La Biblia nos exhorta a que venzamos al mal con el bien. ¿Qué podemos hacer para evitar el sufrimiento, y mejorar nuestras condiciones de vida? Si lo sabemos, hagámoslo. Como ruedas sueltas nada podemos hacer.
Permitamos que el Espíritu Santo, con su inspiración y fortaleza, y bajo los parámetros éticos de la Palabra del Reino (la Biblia), sean la mejor garantía para cambiar este sistema individualista y monetizado, fomentado por la egoísta actitud de aquellos que solo piensan en llenar sus propios bolsillos. Algún día darán cuenta de sus acciones. Pero también daremos cuenta los que de forma indolente e inconsecuente, nos lavemos las manos como Pilato, y digamos: “Inocente soy de la sangre de este justo; allá vosotros”. En este caso ese “inocente” es esa masa de “ovejas cegatonas” que vagan por el “valle de las ilusiones” mientras producen leche y lana para unos cuantos vividores, y ellas mismas, las ovejas, tienen multitud de problemas que pueden y deben, con la ayuda de Dios, ser resueltos, si se piensa en el bien común de aquellos nuestros hermanos por los cuales Jesucristo dio su vida en sacrificio.
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