La mayoría de los
judíos que aceptaron que Jesús era el rey profético, no comprendieron el plan
de liberación que el Mesías se proponía. Creían que iba a liderar una revuelta
tan grande como para poder liberar a su pueblo del yugo romano (Lc.9.11). En otra ocasión fueron
más directos al preguntarle cuándo vendría el Reino de Dios, a lo que les
respondió que ya estaba entre ellos (Lc.17. 20-21) creciendo como la semilla de
un árbol (Mt.13. 31-32), que podrían esforzarse por entrar (Lc.16.16) y
participar de él (Ap.1.9), pues conforme a sus capacidades (Mt.25.14-15)
podrían colaborar (1-Co.3.9) en el servicio y consolidación del “nuevo régimen
del Espíritu” (Ro.7.6) para proclamar con hechos las virtudes de este sublime
gobierno (1-P.2.9).
En efecto, las personas que participan en
este proyecto saben que, aunque viven en medio de los “hijos de desobediencia” (Ef.2.1-3), están exhortados a que hagan
compromisos de asociación sólo con el pueblo de Dios (2-Co.6.14-18), “para que
no haya desavenencia en el cuerpo, sino que los miembros todos se preocupen los
unos por los otros. De manera que si un
miembro padece, todos los miembros se duelen con él, y si un miembro recibe
honra, todos los miembros con él se gozan”… “para que ya no seamos niños
fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema
de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error, sino que siguiendo la verdad en amor,
crezcamos EN TODO en aquel que es la
cabeza, esto es, Cristo, de quien todo
el cuerpo, bien concertado y unido entre sí por todas las coyunturas que se
ayudan mutuamente, según la actividad propia de cada miembro, recibe su
crecimiento para ir edificándose en amor” (1-Co.12.25-26; Ef.4.14-16).
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