“La verdad
duele, pero satisface”, reza un dicho popular. El Maestro de Galilea nos dijo:
“La verdad os hará libres” (Jn. 8.32). Pero no es tanto lo que cada uno de
nosotros podamos interpretar como verdadero, sino más bien la verdad tangible,
la realidad común que podamos calificar, dentro de la comunidad cristiana, como
algo justo y de provecho para los implicados.
Si quien
conduce un vehículo sufre de daltonismo y ve verde la luz del semáforo,
mientras sus pasajeros se percatan que el semáforo no está en verde sino en
rojo, entonces la firme creencia de aquel conductor en su propia verdad puede
resultar desastrosa para el bienestar real de quienes viajan en ese medio de
transporte.
Justicia, paz y gozo, inherentes al Reino de
Dios, no son palabras ornamentales, ni solo aspiraciones místicas de los
fantasiosos espiritualistas, o herramientas útiles de quienes utilizan la
religión como objeto egoísta de mercadeo o de dominio político.
Aunque a veces
las dulces palabras de nuestra propia verdad se tornen amargas en el vientre de
nuestra realidad, lo cierto es que, como seres humanos que creemos en el plan
divino de libertad, debemos organizarnos de la mejor manera posible para
implementar la soberanía efectiva del Reino de Dios en nuestro medio, y así, honrar
y adorar a nuestro propio Soberano, dándole identidad y relevancia cada vez más
y mejor, aun cuando tengamos que luchar y sufrir para eludir la cizaña que el
Maligno infiltra dentro del pueblo de Dios para desvirtuar o estorbar sus
valores.
Nos consuela
pensar que nuestro Señor enviará a sus ángeles para quitar de en medio de su
verdadero pueblo a los que sirven de tropiezo y hacen iniquidad (Mt. 13.41), y
que él mismo se manifestará para hacernos la entrega formal y plena de su
Reino, preparado para nosotros desde la fundación del mundo (Mt. 25.34).
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