Hoy en día se piensa comúnmente que todos
los seres humanos, sin ninguna distinción, son el prójimo. Cuando el Maestro
Jesús (Yeshúa) enseñó que se debía amar al prójimo como a uno mismo, alguien le
preguntó: ¿Y quién es mi prójimo? En la respuesta el Mesías dio a entender que
quien es solidario con uno, ese es el prójimo. Pero, por otro lado, él mismo
instruyó a sus discípulos que…”si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa
tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?” (Mt.5.46)
Aunque parece una contradicción, pienso que se insta a desarrollar y expresar especial gratitud para con aquellos que nos ayudan. Sin embargo, podríamos sinterizar la conclusión de este comentario con la que dijo San Pablo: “No nos cansemos, pues, de hacer bien; porque a su tiempo segaremos, si no desmayamos. Así que, según tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de la fe”. (Gá.6.9-10).
En otras palabras, debemos organizarnos para la ayuda mutua en procura del bien común (He.13.16). Pero, ¿Cuál es el factor retardante, por no decir paralizante, que no permite que esta perspectiva se haga una realidad en medio de tanta necesidad? Indudablemente es el amor al dinero por parte de aquellos que con egoísmo y avaricia canalizan para ellos solos los recursos económicos de los creyentes (2-P.2. 1-3)
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