Nuestro Salvador se sometió a terribles y
humillantes torturas sin darse el más mínimo derecho de odiar o maldecir a sus
verdugos. De haberlo hecho se hubiera demeritado su obra, pues el Padre Eterno
precisaba, para reconciliarse con la Humanidad caída en pecado, del sacrificio
de un “cordero sin mancha y sin contaminación” (1-P.1.9).
Este conmovedor acontecimiento demostró cuán grande es el amor del Padre Celestial, al permitir que su propio Hijo fuera torturado de esa manera. Este martirio fue la clave en la apertura del Nuevo Pacto entre Dios y la raza humana, pacto del cual el propio Mesías se convirtió en mediador. Y así como pidió perdón para sus verdugos, también lo hace para los que creen en su palabra, requiriendo de ellos arrepentimiento y conversión. Arrepentimiento para los que se reconocen ante Dios como culpables, débiles y necesitados, y conversión, de éstos mismos en participantes de su plan para liberar a los seres humanos de buena voluntad de las injusticias y maldades propias de quienes viven sin Su orientación, cuidados y ayuda.
Ser participante de este sublime plan de liberación, denominado Reino de Dios, implica permitir al mismo Espíritu de Dios legislar en nuestras vidas, para que POR MEDIO DE NOSOTROS, las promesas y anhelos de nuestro Salvador tengan feliz cumplimiento. (2-Co.1.20). Ejemplo de estos anhelos, son: “Venga tu reino. Hágase tu voluntad, como en el cielo, así también en la tierra.” (Mt.6.10);
Habitaré y andaré entre ellos ,Y seré su Dios,Y ellos serán mi pueblo.
Por lo cual, Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el
Señor, Y no toquéis lo inmundo; Y yo os recibiré, Y seré para
vosotros por Padre, Y vosotros me seréis hijos e hijas, dice el Señor
Todopoderoso.
Tengamos presente que sin un real integración no puede configurarse una nación, y que así como un rey sin reino no tiene sentido, tampoco lo tiene un reino sin nación. En otras palabras, el verdadero pueblo de Dios es aquel que se organiza como un cuerpo para que todos sus miembros puedan dar y recibir las bendiciones que se derivan de vivir bajo el paternal gobierno celestial, en cabeza de nuestro bendito Rey Salvador, Jesucristo.
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