La tradición
religiosa nos ha enseñado que debemos poner total énfasis en la necesidad de
ser salvados de la condenación eterna; y con terrorismo o sin él nos vemos
inducidos a pensar que solo después de la muerte física tendrá efecto la obra
redentora del Mesías, y que mientras no veamos que nuestra muerte esté cerca,
podemos deshacernos en placeres, o resignarnos ante la adversidad, para que al
final o cerca de él, podamos comprar, por la fe (¿o superstición?), un
pasaporte al cielo, bien sea con ofrendas y diezmos, o en su defecto, con
flagelaciones corporales.
Él quiere liberarnos de la enfermedad, de la pobreza, de las injusticias, de las tragedias…De manera que la salvación cristiana es un enorme potencial que depende de nosotros desarrollar para nuestro bienestar no solo futuro, sino presente. “Toda la Escritura es inspirada por Dios, y útil para enseñar, para redargüir, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, enteramente preparado para toda buena obra.” (2-Ti.3.16-17), “Por lo cual, desechando toda inmundicia y abundancia de malicia, recibid con mansedumbre la palabra implantada, la cual puede salvar vuestras almas.” (Stg. 1.21).
Este es, pues, el otro aspecto de la salvación cristiana para quienes estamos participando de la naturaleza divina (2-P.1.4): Que con la presencia y ayuda del Espíritu Santo podamos organizarnos, como el mismo Cuerpo de Cristo, para canalizar y llevar a buen término el caudal de amor y liberación que nuestro Salvador tiene para su propio pueblo.
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