En las Sagradas escrituras del Nuevo
Testamento el término “nación” no se creó para justificar alguna ideología
política, o como figura mítica o adorno literario. La santa nación de Dios, el
nuevo Israel de origen no terrenal sino celestial, es el pueblo propio de Dios
compuesto por gente “de carne y hueso”.
Dice en la Biblia, en 1-P.2.9: “Mas vosotros sois
linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para
que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz
admirable” Un pueblo se hace nación cuando atesora una cultura, no entendiendo
por cultura la mera instrucción intelectual, o el refinamiento de modales, sino
una común actitud frente a la vida y frente a la muerte; frente a la
Naturaleza; común actitud frente a las demás personas, a los otros pueblos;
común actitud frente a sí mismos y frente a Dios. La unidad nacional del pueblo
de Dios NO ES UNA UTOPÍA, y es tan importante que Jesús oraba de esta manera:
“…para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también
ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste”
Es Mesías, también
titulado como el León de la Tribu de Judá, vino para vencer, y venció. Su reino
no será destruido. Por el contrario, llegará a ser tan poderoso que todos los
reinos de la Tierra llegarán a estar bajo su soberanía, y él, Jesús, se
constituirá en Rey de reyes y Señor de señores (Ap.11.15)
Quienes creemos la
buena noticia de su Reino, podemos participar en él, convirtiéndonos en sus
colaboradores (1-Co.3.9). El Señor tanto ama y amó a su pueblo o Iglesia, que
como un cordero inmolado dio su propia vida por ella, y la constituyó como su
propio Cuerpo. De manera que quien aprecie la obra del Salvador debe integrarse
a su Cuerpo, “en espíritu y en verdad” (Jn.4.24), y la verdad está ligada a
nuestra condición humana; de manera que no debemos ser indiferentes ante las
necesidades de nuestros hermanos, como tampoco ellos deben serlo ante las
nuestras. No debemos tomar la actitud egoísta e irresponsable de Caín, cuando
dijo: “¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?”. Escrito está: “En esto hemos
conocido el amor, en que él puso su vida por nosotros; también nosotros debemos
poner nuestras vidas por los hermanos. Pero el que tiene bienes de este
mundo y ve a su hermano tener necesidad, y cierra contra él su corazón, ¿cómo
mora el amor de Dios en él? Hijitos míos, no amemos de palabra ni de
lengua, sino de hecho y en verdad. Y en esto conocemos que somos de la
verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él” (¡_Jn.3. 16-18).
Aquí no se refiere
exclusivamente a dar limosnas esporádicas, y a veces humillantes. El hacernos
participantes de la naturaleza divina (1-P.1.4) y ser templos del Espíritu
Santo (1-Co.3.16) nos hace a todos por igual muy dignos de lo mejor
(2-Co.8. 13-15); de manera que las obras de esta santa nación se deben hacer
con la mejor organización, previsión y transparencia posibles, sin permitir que
los “lobos rapaces” nos manipulen y exploten egoístamente.
Más que con palabras
hay que testificar con hechos que lo que nuestro Salvador hizo por nosotros, su
Mensaje y sacrificio, sí que valió la pena, y ahora, con el Espíritu Santo de
Dios en nuestras vidas haremos realidad todas las promesas que hay a nuestro
favor, “porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en él Amén, por medio
de nosotros, para la gloria de Dios” (2-Co.1. 20) Es Señor nos entregó talentos representados
en cualquiera de los bienes que podamos transmitir a nuestros hermanos de la
familia de Dios (Ef.2. 19) para su bienestar y desarrollo personal en
cualquiera de sus aspectos (3-Jn.2). El no hacerlo nos expone trágicamente a
ser de aquellos que Jesús desechará como malditos, (Mt.25. 41-46; 2-P.2.
1-3,17; Mt.7. 21-23). Es muy importante
lograr entender la enorme trascendencia que tiene el que los participantes de
este Reino nos dejemos utilizar por el Espíritu Santo de Dios como instrumentos
de justicia (Ro.6. 12-13), porque “al que sabe hacer lo bueno, y no lo hace, le
es pecado” (Stg.4. 17); además, el Señor dijo: “el que no es conmigo, contra mí
es; y el que conmigo no recoge, desparrama”. (Lc.11. 23) Colaborar con Dios en
su Reino traerá para nosotros muy grandes beneficios, uno de los cuales es, al
aceptar el martirio y mensaje del Cordero de Dios, Jesucristo, el perdón de los
pecados, y la promesa de tener vida eterna o permanente. Quedarnos indiferentes
e improductivos ante la gran responsabilidad, que queramos o no ya tenemos, eso
sí nos generará grandísimos problemas que no podremos resolver (Mt.25.
29).

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