Las Sagradas Escrituras
tratan al pueblo de Dios como “extranjeros y peregrinos” (1-P.2.11-12) en
relación con la gente común. Los israelitas que salieron de la esclavitud de
Egipto y cruzaron el desierto rumbo a la Tierra Prometida “que fluye leche y miel”,
fueron figura del actual Israel espiritual (Ro.9.6-8; 10. 11.13; 2.28-29).
La Iglesia o pueblo de
Dios sale de Egipto, que en el sentido espiritual significa el mundo
pecaminoso, y va rumbo a la “libertad gloriosa de los hijos de Dios”
(Ro.8.20-21). El convenio o pacto hecho por Dios con los israelitas para que
ellos pudieran recibir las bendiciones de Canaán, la Tierra Prometida,
consistía en una serie de ordenanzas estrictas y a veces tan severas, que su
violación constituía la misma muerte.
Ahora, el nuevo pacto o
plan de Dios para liberar a la Humanidad de la esclavitud del pecado…De su
propia incapacidad de controlar exitosamente el desbordamiento de sus bajas
tendencias humanas, de la enfermedad, muerte, injusticias, maldad y caos social
que ello genera; la revelación de esa “buena noticia “ o evangelio, fue lo que
Jesucristo vino a declararnos: “Es necesario que también a otras ciudades
anuncie el evangelio del reino de Dios; porque para esto he sido enviado.”
(Lc.4.43; Jn.18.37; 14.15; 3.16-17).
De manera que el darnos
cuenta de la “buena noticia” acerca de su voluntad “agradable y perfecta”
(Ro.12.2) constituye uno de los fundamentales medios con que contamos los que
nos acercamos a Dios en busca de respuestas. (Lc.9.2; Mr.1.15; Ef.6.14).
Sin embargo nuestro Salvador era consciente de que no bastaba el mero conocimiento, que a veces fatiga y envanece (Ec.12.12; 1-Co.8.1), sino que necesitábamos de un poder especial para poder escapar de la tiranía de las fuerzas del mal, concentradas en Satanás y sus demonios (Ef.6.12; 1-P.5.8), en el mundo pecaminoso (Stg.4.4; 1-Jn.2. 15-17), y en nuestra propia naturaleza humana (Ro.7.22-24). Así, pues, las personas que creen la buena noticia acerca del Reino de Dios, y aceptan la soberanía del rey Jesús en sus vidas, son provistas de otro gran recurso para derrotar la adversidad. Es el poder del Espíritu Santo de Dios en sus vidas, que es recibido por ejercer fe en el martirio redentor de nuestro Salvador.
Quienes se convierten en siervos
de éste soberano, después de reconocer su vana manera de vivir, apartados de
Dios “sin esperanza y sin Dios en el mundo” (Ef.2.12) tienen garantizada una
vida victoriosa, en virtud no de sus propias fuerzas y méritos, sino por este
don precioso que les hace participantes de la naturaleza divina (1-P.1.4;
1-Co.3.16; Hch.1.8; Jn.14. 15-17; 2-Co.4.7; Ef.3. 14-21).
Otros de los grandes
recursos de que disponemos los participantes en el Reino de Jesucristo es la asistencia
de sus ángeles, los cuales son “espíritus administradores, enviados para
servicio a favor de los que serán herederos de la salvación” (He.1.14).
Algún día nuestro Rey
Salvador, en persona, nos hará entrega de su reino en plenitud, libre de toda
cizaña o elementos corrompidos (Mt.13.41-43; 25.34), y nos daremos también
cuenta exacta de la labor que realizaron los ángeles del Señor a nuestro favor,
a causa de nuestras necesidades y en respuesta a las oraciones que hicimos al
Padre Eterno en nombre de su amado Hijo, Jesús de Nazaret.

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