Es muy cómodo dejar que otros
piensen por nosotros, y hacer parte de esa masa de creyentes que suponen que
quien más grite o más santurronamente se comporte, tiene la razón; y también es
doloroso abandonar la dependencia afectiva o apego a ciertos viejos grupos de
personas, aunque sepamos o intuyamos que son “fuentes sin agua, y nubes
empujadas por la tormenta” (2-P.2.17).
Cualquiera puede pregonar su
propia verdad. Cuando el daltoniano asegura que un color es verde, siendo rojo,
sería insensatez discutirle cuando ello no afecta a sus congéneres. Se trata de
su propia verdad, algo que a nadie hace bien o mal. Pero si el mencionado
daltoniano condujera un vehículo en el que fuéramos varios pasajeros, y él
asegurara que la luz del semáforo está en verde, percibiendo los demás que en
realidad está en rojo, entonces algo deberíamos hacer, pues estaríamos en
inminente peligro.
Así como el cigarrillo nos puede
generar un cáncer, así también el ciego apego por ciertos líderes o grupos nos
pueden llevar a un destino totalmente distinto a lo que nosotros en verdad
pretendíamos. De la misma manera que los gobiernos democráticos necesitan de la
oposición para poder equilibrar su buen juicio, los cristianos honrados
necesitan enterarse de la objeción que sustentan los oponentes a su fe para ver
eventuales errores a corregir o peligros de los que deban huir. El no hacerlo
significa la plena sumisión a una condena voluntaria y a la torpe renuncia a la
libertad a que fuimos llamados los auténticos cristianos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario