El Señor dijo que sus seguidores son la "sal de la tierra"
(mt.5.13). Pero si los diminutos granos de esa sal están dispersos, pierde sus
cualidades, su valor. Puede entonces ser indolentemente pisoteada.
La unidad que nuestro Salvador
quiere en su pueblo no significa lo mismo que la representada por la unión de
muchas naranjas depositadas en un costal. La unidad que se requiere de los
cristianos (miembros de la santa nación de Dios, 1-P.2.9) ha de ser vital,
orgánica, interactuante como los miembros de un mismo cuerpo.
Somos el Cuerpo de Cristo. Pero
realmente llegamos a serlo, y no imaginariamente como dinámica sugestiva de
superación personal, cuando de manera organizada nos ayudemos mutuamente.
Aunque nos juntemos con personas que no son parte del pueblo de Dios, no nos
asociemos con ellos. No debemos hacerlo (2Co.6.14-18 y 7.1).
Tampoco debemos esperar estar "unidos" a la fuerza por causa
de persecuciones de variada índole. Debemos unirnos por causa del amor de Dios
que fue derramado en nuestros corazones. (Ro.5.5) Así unidos no nos dejaremos
contaminar por los disolutos, incrédulos y rebeldes, pero les testificaremos de
la excelencia del gobierno divino.
Tampoco nos dejaremos amedrantar por los injustos y malvados porque
tendremos la suficiente solvencia espiritual para hacer que la soberanía del
Reino de Dios triunfe sobre ellos, pues "aunque andamos en la carne, no
militamos según la carne; porque las armas de nuestra milicia no son carnales,
sino poderosas en Dios para la destrucción de fortalezas, derribando argumentos
y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando
cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo, y estando prestos para
castigar toda desobediencia, cuando vuestra obediencia sea perfecta.
2-Co.10.3-6).
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