Los que han recibido el Reino de Dios, orientando sus vidas por el
camino de la verdad (Lc.18.17; 2-P. 2.22), han encontrado paz, por la fe en la
muerte expiatoria del Mesías, al sentirse perdonados de sus pecados.
Con razón dicen las Sagradas Escrituras:
“Justificados, pues, por la fe, tenemos paz por medio de nuestro Señor
Jesucristo.”(Ro.5.1). Pero aquellos que están “firmes, ceñidos sus lomos con la
verdad, y vestidos con la coraza de justicia” (Ef.6.14), no se conforman con
esa paz que alguna vez les fue otorgada. Porque si se percatan que existen
hechos o circunstancias injustas, dentro de su familia en la fe de Jesucristo,
no podrán permanecer indiferentes al sufrimiento de algunos, o la tiranía de
otros.
Además, porque saben lo que les
corresponde hacer para el justo cumplimiento de su deber; y son conscientes de
que no hacer caridad o justicia a sus consiervos puede resultar tan trágico
como realizar grandes males. Al rendir cuentas a nuestro Salvador muchos
tendrán que admitir que cayeron fatalmente en este despropósito (Mt.25. 31-46).
Los que pelean la buena batalla
de la fe y contienden ardientemente por ella (1-Ti.6.12; Jud.3) no soportan
resignada y pasivamente el engaño e injusticias del Maligno y sus secuaces,
aunque se vistan de ángeles de luz (2-Co.11.14). San Pablo dice: “No seas
vencido de lo malo, sino vence con el bien el mal” (Ro.12.21).
La actitud del cristiano ha de
ser, pues, activa, como “instrumento de justicia” (Ro.6,13), teniendo presente
que “…las armas de nuestra milicia no son carnales, sino poderosas en Dios para
la destrucción de fortalezas” (1-Co.10.4).
En estos tiempos, esas fortalezas
equivalen, en algunos casos a costumbres o doctrinas que calman los nervios,
ilusionan y entretienen mucho, pero en nada ayudan a la “mutua edificación”
(Ro.14.19), es decir, a la ayuda mutua organizada, si estamos de acuerdo en que
nuestro Padre Eterno es Dios de orden y no de confusión. (1-Co.14.33,40).
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