Si en este mundo somos
indignos ante Dios, en el otro, de igual manera, lo seremos. Si en la vida
presente hacemos méritos para agradar a Dios, llevaremos al máximo la
posibilidad de ser verdaderamente felices. Debemos, como individuos, y como
partes de su santa nación, su pueblo propio aquí en la Tierra, (1-P.2.9), hacer
lo mejor que podamos para que se cumpla uno de los más grandes anhelos de
nuestro Salvador.
Jesús, con su vida,
muerte y resurrección, dejó abierta la posibilidad de que cualquier persona de
buena voluntad, ejerciendo fe en su palabra y obra, fuese liberada, al
arrepentirse, de su culpabilidad de una vida indigna y opuesta al amor de Dios.
Pero nuestro Redentor, ¿qué deseó, y sigue deseando? Él se expresó de la
siguiente manera: “…,para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en
ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me
enviaste.” (Jn.17.21).
Tratando de que le sea
negado el cumplimiento de ese alcanzable anhelo el enemigo de nuestras almas ha
diseminado mucha perniciosa cizaña dentro de su “viña” (Reino de Dios), con
ideas tales como: Los evangélicos –como término despectivo- son socios
desleales, trabajadores perezosos, deudores incumplidos, inquilinos que no pagan,
religiosos hipócritas, y toda una serie de calificativos que hacen pensar que
las personas que profesan la fe cristiana son como una plaga social, gente
despreciable. Entonces, ¿qué hacer?
Los creyentes leales a
nuestro Salvador, y consecuentes con nuestra responsabilidad en el manejo de
los dones y talentos que él mismo nos entregó, debemos contra-atacar,
procurando poner en evidencia las virtudes de la soberanía del gobierno de
nuestro Dios en nosotros, como individuos, pero también como comunidad. Debemos
comenzar obedeciendo lo que el mismo Maestro nos instruyó a través del apóstol
Pablo, de NO asociarnos con los incrédulos, sino, obviamente, con los también
miembros de la familia de Dios (2-Co.6-14-18 y 7.1). Crear planes, diseñar y
ejecutar proyectos, realizar programas, para la integración y desarrollo de su
pueblo. Porque si nuestra justicia y forma de vida no es superior a la de las
gentes del mundo, haríamos de Jesús un líder fracasado, y de nosotros una masa
de personas frustradas, falsamente felices, utilizando el evangelio del Reino
solo para arrastrarnos como incapacitados ante lo que nuestro Mesías
verdaderamente quiere de nosotros.
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