El pueblo de Dios es
una santa nación llamada a estar tan integrada como los miembros de un mismo
cuerpo. La solidaridad debe obrar a causa de que el amor de Dios ha sido
derramado en nuestros corazones (Ro.5.5),
y no por intereses vanos o egoístas.
En este sentido se nos dice que “si repartiese todos mis bienes para dar de
comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor,
de nada me sirve”(1-Co.13.3). Nuestra solidaridad, como participantes del Reino
de Dios debe ser prioritariamente con nuestra familia en la fe. “Así que, según
tengamos oportunidad, hagamos bien a todos, y mayormente a los de la familia de
la fe” (Gá.6.10). Porque…”No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a
los perrillos” (Mt.15.26).
Examinemos lo que nos instruyó el Maestro:
“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también
lo mismo los publicanos? Y si saludáis a
vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los
gentiles? (Mt.5.46-47). Pero el hecho de amar a extraños y enemigos no
significa que dejemos a nuestros hermanos en un segundo plano. El 2-Cr. 19.1-2 leemos: “Josafat rey de Judá
volvió en paz a su casa en Jerusalén. Y
le salió al encuentro el vidente Jehú hijo de Hanani, y dijo al rey Josafat:
¿Al impío das ayuda, y amas a los que aborrecen a Jehová? Pues ha salido de la
presencia de Jehová ira contra ti por esto”.
San
Juan dice: “Amado, fielmente te conduces cuando prestas algún servicio a los
hermanos, especialmente a los desconocidos,
los cuales han dado ante la iglesia testimonio de tu amor; y harás bien
en encaminarlos como es digno de su servicio a Dios, para que continúen su
viaje. Porque ellos salieron por amor
del nombre de Él, sin aceptar nada de los gentiles. Nosotros, pues, debemos acoger a tales
personas, para que cooperemos con la verdad”.
Cuando Jesús se manifieste como juez
cuestionará lo que se hizo o dejó de hacer a “sus hermanos más pequeños”
(Mt.25.40, 45). Y, ¿quiénes son los hermanos de Jesús? La misma Palabra nos
responde: “Entonces su madre y sus hermanos vinieron a él; pero no podían
llegar hasta él por causa de la multitud. Y se le avisó, diciendo: Tu madre y
tus hermanos están fuera y quieren verte.
Él entonces respondiendo, les dijo: Mi madre y mis hermanos son los que
oyen la palabra de Dios, y la hacen” (Lc. 8.19-21.
Una
de las promesas de nuestro Salvador es que no perderemos la recompensa ni aún por un vaso de agua que le demos a
alguien por el hecho de ser “hermano” o “discípulo” de Cristo. Así que, si
queremos tener grandes “tesoros en el cielo” (Mt.6.19-21) organicémonos para
que nos podamos servir mutuamente. El disfrute será no solo después del pleno
establecimiento del Reino de Dios sobre la tierra, sino desde ahora; porque los
principios que dan vida e identidad a la santa nación de Dios (1P.2.9) nos
permitirán vivir la vida abundante, juntos y en armonía, como nuestro Rey Jesús
rogó a su Padre Celestial que le fuera concedido.
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