Por las calles
de nuestras ciudades se pasea una elegante pero siniestra dama con atavíos
religiosos que le dice a una parte de
sus enamorados, perversas e injustas personas, que disfruten de la vida
lo mejor que puedan, sin importar que esté bien o mal lo que hagan, puesto que
la vida es una, dice, y “muerto el perro,
acabada la chanda”, como dice el refrán popular; que Dios es muy bueno como
para castigar a sus hijos.
A sus demás
enamorados, los que son justos y nobles, los convence para que sufran con
paciencia y resignación porque después de muertos entrarán a un paraíso donde
hallarán alivio a todos sus males, que lo importante por ahora es que la
acompañen y honren su reputación.
La hermana de
ésta seductora dama tiene también muchísimos amantes que suspiran bajo el
encanto de sus esencias, escuchando de ella dulces palabras con las que son
arrullados en las Recámaras de la Indolencia. Ella les dice que no tienen por
qué preocuparse, que ya son salvos, que ya lo tienen todo, que no son guardas
de nadie, que allá cada cual con sus problemas.
Estas dos
coquetonas damiselas son las hijas predilectas de la Madre Apocalíptica, la
gran prostituta que fornicaba con reyes,
y éstos cedían a sus caprichos de dominio y poder. Una de sus aficiones era
embriagarse con la sangre de sus contradictores y danzar al ritmo de los gritos
de dolor de aquellos a quienes torturaba… en nombre de Dios.
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