El Reino de Dios fue transferido del
Israel terrenal al Israel espiritual, la Iglesia, a través de la cual crece y
se desarrolla hasta su pleno establecimiento, cuando de el haya sido eliminada
la cizaña, y nuestro Salvador haga entrega de él a la Iglesia, como una
herencia preparada desde el inicio del mundo para su propio pueblo, los que son
tenidos por dignos de este Reino por el servicio que prestan a sus hermanos en
la familia de la fe (Mt.25.31-46).
Sin embargo, el crecimiento entre nosotros del Reino
de Dios o consolidación de la divina soberanía entre quienes fuimos llamados a
participar de este “nuevo régimen del Espíritu” (Ro.7.6) se ve muy a menudo
obstruido por algunas costumbres o actitudes que chocan con el carácter
verdaderamente salvífico de este sin igual e insuperable plan integral de
liberación que el mismo Creador propone para los seres humanos.
Algunas de las ideas o actitudes con las que
algunos estorban el desarrollo de este noble propósito del Salvador, son, por
ejemplo:
A) Creer que expresiones tales como “cuerpo de Cristo”, o
“santa nación “, son meramente adornos literarios, y que en verdad la unidad
que anhela el Mesías (Jn.17.21) se debe concebir solo con la imaginación o con
nobles intenciones, pero nada más.
B) Pensar que el Reino de Dios se trata solo de algo
individual y emocional, algo así como muletillas emocionales que nos ilusionen
creyendo que somos merecedores de la gracia divina, sin que nos cueste algún
sacrificio.
C) Creer que la salvación cristiana consiste solamente en
que las personas asistan a algún templo o edificación para cantar, orar y
escuchar disertaciones bíblicas.
D) Suponer que son las “ovejas” las que deben proveer para
los “pastores”, y no al contrario. (Hch.20.17-38; 2-Co.12.14-15) Con estas y
tantas otras artimañas está el Príncipe de este mundo, por medio de sus
servidores, tratando de desvirtuar lo que en realidad se constituye como el más
poderoso medio para la salvación de la Humanidad.
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