Todos
aquellos que reconocen el plan divino de salvación para la Humanidad
(Jn.3.16-17), y que aceptan la soberanía del rey Jesús en sus vidas están
“llamados a ser santos con todos los que en cualquier lugar invocan el nombre
de nuestro Señor Jesucristo (1-Co.1.2), Pues sin santidad nadie verá al Señor
(He.12.14)
El apóstol Pablo nos exhorta: “…limpiémonos
de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el
temor de Dios” (2-Co.7.1). La palabra “santo” es el un título de aquellos que
están, en su manera de vivir, “apartados
para Dios”, que han “muerto al pecado”, siendo por ello justificados ante Dios
(Ro.6.7). “Morir al pecado” es no tener por costumbre actitudes que van en
contra del gobierno divino. Cualquiera puede cometer errores esporádicos y no
premeditados, de los cuales se puede enmendar o corregir. Porque mientras
seamos seres humanos viviremos ante la presencia del pecado, y tendremos que
luchar contra su poder. Pero cuando nuestras
tendencias pecaminosas predominan en nosotros por encima de nuestros anhelos
sinceros de agradar a Dios, ello es claro indicio de que aun somos “carnales”
(1-Co.3.1-3), no renacidos en el Espíritu de Dios.
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