Una
de las desafortunadas políticas económicas del mundo es que los ricos sean cada
vez más ricos a expensas de los pobres cada vez más pobres. Pero al pueblo de
Dios, para poder escapar de esta siniestra actitud, le fue dado el principio de
la igualdad: “Porque no digo esto para que haya para otros holgura, y para
vosotros estrechez, sino para que en
este tiempo, con igualdad, la abundancia vuestra supla la escasez de ellos,
para que también la abundancia de ellos supla la necesidad vuestra, para que
haya igualdad, como está escrito: El que
recogió mucho, no tuvo más, y el que poco, no tuvo menos” (2.Co.8.13-15).
Para obedecer este mandamiento se hace
necesario que la comunidad en que se quiera implementar sea administrada, nunca
por dictadores, pero sí por un grupo de los creyentes más espirituales elegidos
cada cierto tiempo (por ejemplo, cada dos años), pues las personas y las
circunstancias pueden cambiar; el Espíritu Santo guiará a la congregación hacia
una buena escogencia.
Con la adopción del diezmo como base de una
economía igualitaria se busca que haya abundancia equitativa para toda la casa
de Dios (Mal.3.10; He.3.6), es decir, que ningún creyente sincero y aprobado
padezca las angustias de la pobreza cuando se puedan evitar por medio de la
ayuda mutua. Aplíquese esta norma en una
comunidad de creyentes y pronto renunciarán los que no servían por amor a la
causa, sino por meros intereses egoístas. Pero…
¿Quién tomará la iniciativa de reformar al
monetizado e inhumano sistema religioso actual? Por supuesto que no lo harán
aquellos que están acomodados en las butacas de la indolencia manipulando la
débil conciencia de los que deambulan por la vida con los sentidos espirituales
aletargados, a lo sumo conformes y esperanzados porque hacen parte de alguna
secta o denominación muy popular. Pero sí lo harán los que se dejan guiar por
el auténtico Espíritu Santo, quien es el que en nosotros produce el querer como
el hacer; además, porque “porque todas las promesas de Dios son en él Sí, y en
él Amén, por medio de nosotros, para la gloria de Dios” (2-Co.1.20).
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